El robo de la alegría

nubes y claros

Quisiera denunciar un robo.

He dejado pasar unos días por si aparecía en alguna parte, que no es cosa de acusar por acusar, pero ya veo que no. Alguien me ha robado la alegría.

Siento como una desesperanza que me está quitando hasta las ganas de hablar de fútbol

No me refiero a toda la alegría. No hablo de la alegría pequeña, la cotidiana, la que te regalan los hijos y los nietos, la de ir a comer con los amigos, la del día a día. Esa la sigo teniendo. Estoy hablando de la alegría importante, la que nos recordó para siempre Bill Shankly, la alegría del fútbol.

Estoy casi seguro de que el hurto tuvo lugar el sábado 24 de mayo tras el partido del Espanyol contra Las Palmas. Cuando acabó la tortura yo sentí que tenía que alegrarme mucho, pero no lo conseguí, y ahí me di cuenta de que no llevaba la alegría encima, como suele ocurrir en estos casos. Me fastidió porque sólo conseguía notar un inmenso alivio, y yo lo que quería era estar muy feliz. En ese momento la sensación fue de resignación: “Bueno, Toni, te la habrás dejado en algún rincón, ya aparecerá”. Pero no aparece.

Lo del robo es seguro porque no soy el único. He hablado con amigos que estuvieron en el campo, y he leído y escuchado a muchos otros, y se quejan de lo mismo que yo. El ladrón, o mejor los ladrones, parecen haber actuado colectivamente. Aprovechando la confusión del partido, que a muchos nos tenía completamente absortos, nos han sustraído la alegría en grandes cantidades.

Así que aprovecho estas líneas que generosamente me regala Joanjo Pallàs para denunciarlo, y para exigir a los autores que me devuelvan la alegría cuanto antes, que la vuelvan a depositar en el cajón donde guardo el corazón, como hacía el señor del traje gris al que canta don Joaquín.

Porque esta sensación que tengo ahora es muy molesta. Siento como una desesperanza muy honda que me está quitando hasta las ganas de hablar de fútbol. Y eso es grave. Y lo peor es no poder quejarse a nadie porque, por lo que me cuentan, quien dirige nuestros destinos es una estatua de Confucio que se encuentra a unas diez mil millas náuticas al este, y se hace complicado acercarse. Nosotros, además, que venimos de cristiandades más o menos reconocidas, somos de aliviar nuestras interioridades en la divinidad, y ese maestro oriental tan serio y ensimismado no se presta demasiado al exabrupto.

Entiendo el robo porque la nuestra es una alegría de muy buena calidad. Llena de fe, de ingenuidad y de entusiasmo. No es fruto de la monotonía de las felicidades repetitivas de los que lo tienen todo, es una alegría esencial y muy pura por la escasez. Y eso es lo realmente extraño que, siendo tan mínima, alguien se haya fijado en ella. Muy extraño.

¿Cómo pudo sucedernos a nosotros?

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