La política española se ha convertido en un espectáculo estridente donde el ruido ahoga cualquier atisbo de debate sereno. Un ruido que no es mera cacofonía, sino una estrategia calculada para desplazar del espacio público las cuestiones que verdaderamente importan. La cohesión territorial, la financiación autonómica, el drama de la vivienda o la reconstrucción tras la dana, como ejemplos, son asuntos que exigen reflexión pausada y acuerdos sólidos entre todas las instituciones del Estado, pero han quedado sepultados bajo una capa de gestos vacíos, provocaciones y titulares pensados para la indignación efímera. Lo grave no es solo que se hable de lo accesorio en lugar de lo esencial, sino que este ruido se haya erigido en la norma, envenenando el diálogo democrático hasta anularlo.

La presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso
Un ejemplo reciente de esta dinámica fue la salida de Isabel Díaz Ayuso de la Conferencia de Presidentes en Barcelona porque el lehendakari Imanol Pradales intervenía en euskera. Más allá de la discusión sobre el uso de las lenguas cooficiales en foros territoriales, un recurso legítimo y que no debería abordarse como elemento de confrontación, lo relevante fue la conversión de un acto institucional en un escenario de tensión que dinamitó la cita. La presidenta madrileña no buscaba discutir políticas ni resolver problemas comunes; buscaba, como tantas veces, el gesto que alimente la polarización, en su propio beneficio. Y lo consiguió: durante horas, el ruido mediático versó sobre su ausencia, no sobre los temas tratados en la conferencia, incluso perjudicando la estrategia de Alberto Núñez Feijóo para presentar un discurso común de los barones del PP contra Sánchez. Algo similar ocurrió con la rueda de prensa de Leire Díaz en Madrid, donde la exmilitante del PSOE fue interrumpida por la presencia de Víctor de Aldama, entre empujones, en directo, para posterior alimento de tertulias y similares. El espectáculo adoptó una tonalidad surrealista. No se ha hablado de otra cosa esta semana.
Estos episodios no son anecdóticos. Reflejan una cultura política que premia la provocación sobre la argumentación, donde el ruido se vuelve fin en sí mismo porque moviliza a ciertas bases (muy entregadas al universo digital), captura titulares y, sobre todo, porque evita tener que abordar los asuntos complejos. Lo preocupante es que esta táctica no surge en el vacío: genera entusiasmo en sectores cada vez más amplios, especialmente entre quienes ven en el liberalismo o en la diversidad territorial una amenaza; en otras palabras, quieren destruir el modelo liberal como ya está sucediendo en otras geografías, así en Europa como en EE.UU.. La política del ruido es, en el fondo, una política del miedo, y su eficacia radica en que no necesita soluciones, solo enemigos.
Pero tan dañino como el ruido es el silencio que lo acompaña. Hay voces que, debiendo reaccionar, optan por no alzarse cuando deberían hacerlo. Pedro Sánchez ha evitado dar explicaciones claras sobre el asunto Leire Díaz, como si eludir el tema lo hiciese desaparecer. Alberto Núñez Feijóo, por su parte, no ha tenido la contundencia necesaria para frenar las embestidas de Díaz Ayuso, quizá por temor a la presidenta madrileña o por perder el favor de ese electorado que se deja seducir por la crispación, tan cercano a Vox. Estos silencios no son neutrales; son cómplices. Permiten que el ruido se instale como moneda corriente y que la política se reduzca a una batalla de símbolos, donde lo importante no es gobernar bien, sino marcar puntos en una guerra cultural imaginaria.
La política del ruido simplifica hasta la caricatura, y en ese proceso, las instituciones se debilitan, la ciudadanía se desencanta y los problemas reales siguen esperando”
Y aunque este ruido tiene su epicentro en Madrid —donde la lucha partidista es más feroz y los medios amplifican cada escándalo—, su efecto contamina toda la política española. En las periferias, las discusiones autonómicas se ven distorsionadas por este mismo clima: ya no se debate sobre financiación o competencias, o sobre la solidaridad entre regiones (como para el caso de la dana) sino sobre lealtades y traiciones. La política del ruido simplifica hasta la caricatura, y en ese proceso, las instituciones se debilitan, la ciudadanía se desencanta y los problemas reales siguen esperando.
Frente a esto, solo queda reivindicar el valor del silencio reflexivo, no el silencio cómplice. Hacen falta voces que digan “basta”, que se nieguen a seguir el juego de la provocación y reclamen una política basada en hechos, no en gestos; que recuperen una moralidad que comienza a ser, en lo político, una cualidad del pasado. Pero en el actual panorama, esa voz parece condenada al ostracismo. Mientras tanto, seguiremos ahogándonos en ruido, preguntándonos cómo fue posible que dejásemos que el estrépitdo devorase lo importante.
PD: Hoy habrá manifestación contra el Gobierno de Pedro Sánchez con el lema “Mafia o democracia”. Ruido, mucho ruido.