No por mucho madrugar amanece más temprano. Así lo entienden en la oficina de peregrinos de Tesalónica y, cuando se solicita el permiso con demasiada anticipación, responden que “Es demasiado pronto. Reservamos con tres meses de antelación”. Y tres meses son tres meses, no tres meses y un día. Entonces llega la confirmación que sí, que me dejan acceder durante cuatro días a la montaña santa, la comunidad monástica del monte Athos. Y puedo considerarme afortunado, porque se conceden unos pocos permisos a cristianos ortodoxos y muchos menos a los no ortodoxos. El correo añade “Ahora debes hablar con los monasterios”.
El monte Athos se levanta en una de las tres penínsulas hermanas del sur de Tesalónica que estiran sus dedos hacia el Egeo. Allí, hace más de mil años, Atanasio el atonita fundó el monasterio de la Gran Lavra. Siguiendo su ejemplo, se instalaron otros monasterios. Hoy quedan veinte, unos sobre el mar, otros encaramados en el monte. La mayoría con monjes griegos, pero también hay uno ruso, otro serbio y otro búlgaro. Cada monasterio con su vida y su gestión, que dispone a quién acoge y a quién no. Juntos gobiernan aquel territorio autónomo.

Monasterio Simonos Petra
A la solicitud de alojamiento en el monasterio de Simonos Petra, responden que no. Tampoco hay opción en el de Dionysiou, ni en Filotheou o Iviron… Así, hasta nueve monasterios. Las primeras negativas me preocupan, luego me alarman, para caer luego en el desconsuelo. Abril y mayo son meses con mucha demanda, responden desde el monasterio de Iviron. Pero se enciende una lucecita: ¡en Xeropotamou tienen cama libre!, ¡luego también en Gregoriou!, ¡y finalmente en la Gran Lavra!
Busco en el mapa los monasterios asignados y empiezo a dar vueltas en cómo llegaré del uno al otro. La información es escasa, intento entender lo que encuentro y al final, resignado, concluyo que Dios proveerá. De momento, hay que alcanzar Uranópolis, la última población antes de la frontera con la montaña Santa. Allí se encuentra la oficina del peregrino donde se debo recoger el diamonitirion, el permiso de entrada, y de Uranópolis también parten los barcos que atracan en las distintas dársenas de los monasterios.
El pueblo es pequeño y algo extraño, porque su público también lo es. Abundan los monjes barbudos que se acercan para embarcar, también los peregrinos, y, en las tiendas de recuerdos predominan los íconos y todo aquello que pueda servir para el viaje o como recuerdo de la experiencia espiritual. Y hay más hombres que mujeres, claro, porque solo se permite a los hombres acceder a la montaña santa (bueno, y de darse el caso también admitirían a la Virgen María, aunque creo que habría reticencias). Por prohibir, hasta se prohibió el acceso a todo aquel que no tuviera barba, con lo que se excluía a imberbes y niños. Y tampoco se admitían las hembras animales, salvo las gatas, y bueno, hasta el año 2005 también tenían vetada la entrada los catalanes. La causa, los destrozos que causó la compañía Catalana de Oriente en el siglo XIV.
Primera gestión: paso por la oficina del peregrino, para solicitar mi diamonitirion.
-¿Para cuándo es el permiso? -me preguntan.
-Para mañana.
-Pues venga mañana.
-¿A qué hora abren?
-A las seis de la mañana.
Segunda gestión: no se puede acceder por tierra a la montaña santa, hay que embarcarse, y voy a la naviera que gestiona el pasaje. Pregunto a qué hora zarpa el primer transbordador para Dafni, el principal puerto de entrada al monte.
-A las seis y media.
-¿Me da un pasaje?
-¿Para cuándo?
-Para mañana.
-Pues venga mañana.
Hasta el año 2005 también tenían vetada la entrada los catalanes
Aprovecho la tarde para acercarme hasta la frontera de la república monástica. Hay una valla con señales de prohibido pasar y carteles donde especifican que está severamente penada la entrada de todas las mujeres y de aquellos que no tengan permiso.
Acabo de pasar la víspera entre cafés y compras. Y me levanto temprano. Todavía no ha amanecido. Falta un cuarto de hora para las seis, cuando llego a la oficina del peregrino. Y me encuentro con una aglomeración de más de cien personas. Cuando abre la oficina, la mitad se hacina dentro sin orden ni concierto. A las seis y media, por fin, alcanzo el mostrador. El funcionario que atiende me pregunta por mi religión. Cuando se la digo, me mira como a una sabandija, pero consigo el diamonitirion y corro hacia la naviera.
Falta un cuarto de hora para las siete, cuando consigo adquirir el pasaje. Y salgo zumbando hacia el muelle. Por suerte, están cargando unos últimos coches.
El barco va lleno. Dejo la bolsa en la cubierta y miro alrededor. Todo hombres.
Zarpamos. Bordeamos la costa desnuda. Un viento racheado arranca las crestas de espuma de las olas. Las gaviotas pescan al vuelo lo que les tienden unos muchachos. Y con el primer sol allá al fondo se recorta el monte Athos: dos mil metros que se afilan y todavía guardan largas lágrimas de nieve a la sombra de la cima.
Distingo las primeras construcciones, fortificadas, altos muros rematados con galerías y balcones, torres almenadas, tejados de lajas de piedra. El primer monasterio será Docheiariou, luego Xenofontos, y el ruso Panteleimon…