Hace más de 50 años, un profesor de filosofía política de Harvard, John Rawls, concibió una curiosa idea de la justicia. Un mundo justo, según el profesor Rawls, sería un mundo en el que aceptaríamos reencarnarnos sin saber en qué lugar naceríamos, de qué padres, con qué sexo; un mundo en el que aceptaríamos cambiar de posición al azar y arriesgarnos a ser hijos de una familia modesta o habitantes del país menos tolerante o más pobre de la Tierra, en el que no nos importaría ser negros o blancos, mujeres u hombres, heterosexuales u homosexuales, escandinavos o ugandeses, israelíes o palestinos, católicos o musulmanes.
Cuando Rawls enunció esta idea, el mundo no era justo, ni de acuerdo con este criterio ni con ningún otro. En Estados Unidos o Europa occidental, muy poca gente habría aceptado cambiar de lugar con otro habitante del mundo a ciegas, sometiéndose al velo de ignorancia propuesto por el filósofo. Casi la mitad de la humanidad vivía en la miseria absoluta. La mayoría de los países del mundo –incluyendo a España– estaban sometidos a dictaduras, sin libertad de expresión, ni derecho a elegir a sus gobernantes, ni nada que se pareciera a la igualdad entre los dos sexos y entre las personas de orientaciones sexuales diferentes.

Cola para recoger alguna comida en un campo de Darfur, en abril de este año, en medio del conflicto interno en Sudán
El mapa mundial estaba sembrado de dirigentes que hacían como el líder revolucionario de Bananas, de Woody Allen, que cuando llega al poder dice: “Esta gente son campesinos. Son demasiado ignorantes para votar.” Las mujeres no tenían los mismos derechos que los hombres casi en ninguna parte, la homosexualidad era un delito y la religión una camisa de fuer- za asfixiante. Nacer en América al norte del río Bravo o en Europa Occidental al norte de los Pirineos era un privilegio indiscutible. Aceptar el cambio propuesto por Rawls podía resultar suicida.
Hoy el mundo sigue sin ser justo, pero desde entonces el panorama ha mejorado mucho. Gracias a sucesivas oleadas democratizadoras, propiciadas por el progreso económico y por la caída del muro de Berlín y el derrumbe de la Unión Soviética, el número de democracias ha aumentado. Con la globalización, más de 1.500 millones de personas han salido de la pobreza. En casi todas partes, la situación de la mujer ha mejorado, aunque todavía quede camino por recorrer. El racismo, la intolerancia religiosa y la discriminación por motivos de orientación sexual han mermado. El progreso ha sido indiscutible.
El retroceso en el camino hacia la justicia es hoy palpable en todo el mundo
Sin embargo, hace diez años los vientos democratizadores e igualitarios se empezaron a frenar y ahora, con la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump por segunda vez, se han invertido. La regresión es palpable en todos los frentes. Las normas internacionales que durante los últimos 50 años han favorecido la libertad de comercio, la lucha contra la corrupción y el respeto de los derechos humanos están saltando por los aires una tras otra. En todas partes aparecen grupos que reclaman abiertamente el fin de las medidas para combatir la discriminación de género, etnia u orientación sexual.
El número de países democráticos se reduce y se multiplican los gobiernos que erosionan la separación de poderes y la independencia de la justicia y combaten abiertamente la igualdad de derechos. La guerra de Ucrania se alarga, convertida en una lucha de desgaste con gran número de bajas, y en Gaza estamos asistiendo a un intento de limpieza étnica sin que los que podrían evitarlo muevan un dedo y ante la pasividad de un mundo en shock.
Washington ha declarado la guerra a unas universidades que hasta ahora eran motivo de orgullo para todos los estadounidenses. El cierre de Usaid, la agencia de desarrollo internacional de Estados Unidos, puede provocar millones de muertes en los próximos años y hacer que decenas de millones de personas caigan de nuevo en la pobreza extrema.
Lo único que progresa hasta límites difíciles de imaginar es la estupidez. Hace unas semanas, un portavoz del equipo de Elon Musk que estaba recortando los fondos de asistencia económica para el desarrollo denunció que EE.UU. estaba regalando preservativos a los ciudadanos de Gaza, en el marco de un programa de ayuda. ¿A quién se le ocurría? ¿Era posible un disparate mayor? La noticia resultó ser cierta, pero con un pequeño detalle: no se trataba de la franja de Gaza, en Oriente Próximo, sino de la provincia mozambiqueña de Gaza, y el objetivo no era prevenir la transmisión de enfermedades sexuales entre los palestinos, sino la transmisión entre los mozambiqueños del sida, muy común en África austral. Pero el programa se suprimió de todos modos.
Probablemente el mundo nunca será justo. El progreso siempre nos quita con una mano lo que nos da con la otra. Lo vemos con los móviles y las redes sociales, con los vuelos baratos y los pisos turísticos, con todo tipo de avances que luego se revelan también como factores de regresión. Pero hoy, con Trump instalado en el trono más poderoso de la tierra, el mundo no sólo se aleja de los ideales de John Rawls, sino que, si el buen profesor estuviera vivo, su gobierno haría todo lo posible para dejarlo sin cátedra, sin alumnos y sin sueldo con el fin de impedir que siguiera pensando sobre la justicia en el mundo.